Biblia Viva

...la Biblia de Jerusalén

II Macabeos 9, 3-24

3 Cuando estaba en Ecbátana, le llegó la noticia de lo ocurrido a
Nicanor y a las tropas de Timoteo.

4 Arrebatado de furor, pensaba vengar en los judíos la afrenta de los
que le habían puesto en fuga, y por eso ordenó al conductor que
hiciera
avanzar el carro sin parar hasta el término del viaje. Pero ya el juicio del
Cielo se cernía sobre él, pues había hablado así con orgullo: «En cuanto
llegue a Jerusalén, haré de la ciudad una fosa común de judíos.»

5 Pero el Señor Dios de Israel que todo lo ve, le hirió con una llaga
incurable e invisible: apenas pronunciada esta frase, se apoderó de
sus
entrañas un dolor irremediable, con agudos retortijones internos,

6 cosa totalmente justa para quien había hecho sufrir las entrañas de
otros con numerosas y desconocidas torturas.

7 Pero él de ningún modo cesaba en su arrogancia; estaba lleno
todavía de orgullo, respiraba el fuego de su furor contra los judíos
y
mandaba acelerar la marcha. Pero sucedió que vino a caer de su carro que
corría velozmente y, con la violenta caída, todos los miembros de
su
cuerpo se le descoyuntaron.

8 El que poco antes pensaba dominar con su altivez de superhombre
las olas del mar, y se imaginaba pesar en una balanza las cimas de
las
montañas, caído por tierra, era luego transportado en una litera, mostrando a
todos de forma manifiesta el poder de Dios,

9 hasta el punto que de los ojos del impío pululaban gusanos, caían a
pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su
infecto hedor apestaba todo el ejército.

10 Al que poco antes creía tocar los astros del cielo, nadie podía
ahora llevarlo por la insoportable repugnancia del hedor.

11 Así comenzó entonces, herido, a abatir su excesivo orgullo y a
llegar al verdadero conocimiento bajo el azote divino, en tensión a
cada
instante por los dolores.

12 Como ni él mismo podía soportar su propio hedor, decía: «Justo es
estar sumiso a Dios y que un mortal no pretenda igualarse a la divinidad.»

13 Pero aquel malvado rogaba al Soberano de quien ya no alcanzaría
misericordia, prometiendo

14 que declararía libre la ciudad santa, a la que se había dirigido antes
a toda prisa para arrasarla y transformarla en fosa común,

15 que equipararía con los atenienses a todos aquellos judíos que
había considerado dignos, no de una sepultura, sino de ser arrojados con sus
niños como pasto a las fieras;

16 que adornaría con los más bellos presentes el Templo Santo que
antes había saqueado; que devolvería multiplicados todos los
objetos


sagrados; que suministraría a sus propias expensas los fondos que se
gastaban en los sacrificios;

17 y, además, que se haría judío y recorrería todos los lugares
habitados para proclamar el poder de Dios.

18 Como sus dolores de ninguna forma se calmaban, pues había caído
sobre él el justo juicio de Dios, desesperado de su estado, escribió
a los
judíos la carta copiada a continuación, en forma de súplica, con el siguiente
contenido:

19 «A los honrados judíos, ciudadanos suyos, con los mejores deseos
de dicha, salud y prosperidad, saluda el rey y estratega Antíoco.

20 Si os encontráis bien vosotros y vuestros hijos, y vuestros asuntos
van conforme a vuestros deseos, damos por ello rendidas gracias.

21 En cuanto a mí, me encuentro postrado sin fuerza en mi lecho, con
un amistoso recuerdo de vosotros. A mi vuelta de las regiones de
Persia,
contraje una molesta enfermedad y he considerado necesario preocuparme
de vuestra seguridad común.

22 No desespero de mi situación, antes bien tengo grandes esperanzas
de salir de esta enfermedad;

23 pero considerando que también mi padre, con ocasión de salir a
campaña hacia las regiones altas, designó su futuro sucesor,

24 para que, si ocurría algo sorprendente o si llegaba alguna noticia
desagradable, los habitantes de las provincias no se perturbaran, por saber
ya a quién quedaba confiado el gobierno;